(PHOENIX, ESTADOS UNIDOS). La falta de originalidad no es empero la responsable única de las desgracias del periodismo, porque es cierto que los periodistas deterioramos todo cuanto descubrimos. Incluso la palabra. O sobre todo la palabra. Estoy cansado de lo políticamente correcto, coño. A fin de cuentas, todo se reduce al simple matiz posicional de la perspectiva.
Hemingway, Dickens, Truman Capote y Tom Wolfe, Kapuscinski, Camus, Vargas Llosa y Octavio Paz, Galdós y Clarín, Unamuno, Pío Baroja, Miguel Delibes… Grandes hombres de letras han alternado con frecuencia literatura y periodismo. Me hubiera bastado con que lo hubiera hecho uno sólo de ellos, pongamos que hablo de García Márquez. Incluso Balzac, que llamaba al Periodismo «la plaga de este siglo», también fue periodista; mejor dicho, fue sobre todo periodista. Corría el siglo XIX. Las cosas no han cambiado tanto.
Las palabras siguen latiendo propensas a la pirueta. Son acróbatas circenses, románticas aventureras; sirven para decir y no decir, para amar y para odiar, para desnudar y para tapar, para mandar a tomar por el culo o al más lindo de los parajes. Las palabras son mecanismos provistos de la más inusitada precisión que, de vez en cuando, prefieren perderse por un sinfín de jardines varios. Para saber gozar de la disciplina que las ata sólo hace falta ser un poco escribiente y otro poco granuja. El resto, lo pintan ellas.