(PHOENIX, ESTADOS UNIDOS). El periodismo es hoy un inmenso restorán de comida rápida. Una grasienta salida laboral para que jóvenes sin ataduras y, a ser posible, sin escrúpulos, salgan del apuro con cuatro duros de más y unas cuantas horas de menos. El fast thinking mediático hunde sus entrañas en la vaga y fragmentada reflexión de la realidad. ¿Qué literatura puede crecer en ese sustrato? Ninguna y toda.
En los fogones de la redacción, la crónica debe estar lista para ayer. Es entonces cuando los redactores, convertidos en improvisados escritores con prisa, aplican una y otra vez la regla de oro: Sujeto-verbo-predicado. «Titular: A anuncia B. Texto: C y D pactaron ayer con E y F. ‘Se trata de la primera vez que G cede ante H’, respondió I en exclusiva para J. De esta forma, K gana L, es decir, M no pierde N, por lo que Ñ queda a expensas de O. No será hasta finales de P cuando Q y R hagan efectivo su S, lo que inmediatamente implicará T. Los U coinciden en que V puede entonces beneficiarse de W, siempre y cuando X no invierta en Y. Firmado: Z». ¿Aburrido? Demasiado.
¿Caben otras maneras? La lengua, incansable traductora de intenciones, sirve para lo bueno y para lo peor. También para lo óptimo. No seríamos los primeros.