Los medios de transporte provocan una mirada acelerada del mundo que condiciona nuestra soledad. La vorágine de imágenes y mensajes ahoga al sujeto pensante, agarrado al selfi como única forma de ordenar el mundo.
(BURGOS). El paisaje se mueve, fluctúa a través de las reconstrucciones que ofrecen los medios de transporte. Un movimiento acelerado que podría conducir al naufragio, a la muerte definitiva del paisaje. Y el asunto no es baladí porque el paisaje juega un papel clave en la sociedad; en él se encuentran entrelazados con fuerza naturaleza y cultura, también las dimensiones éticas de nuestra relación con el medio ambiente, con el ecosistema del que formamos parte. El paisaje nos dice quiénes somos y sin paisaje no somos. O nos quedamos aislados, solos.
Con la llegada de la velocidad de los trenes, de los automóviles y de los aviones, la visibilidad del territorio asume una serie de significados completamente distintos. Reflexionar sobre el paisaje significa preguntarse por el significado del mundo, pensar de dónde vienen los conceptos de orden y caos que rigen el devenir de la humanidad. Significa descubrir cómo el paisaje, modo de sentir y percibir nuestra existencia, se ha transformado en cosa, en objeto, en un dispositivo cognitivo que anticipa, por así decirlo, la muerte del propio sujeto pensante.
Los paisajes han recibido el impacto de las redes sociales, de la mundialización de los mercados, de la estandarización de las modas y, el foco de estas líneas, de la movilidad del observador hasta límites insospechados debido a una mayor velocidad de los sistemas de transporte. Ni siquiera es casual que los poderes fácticos privilegien el tren de alta velocidad frente a la circulación lenta de los tranvías convencionales. Aislados somos más dóciles.
La dictadura de la visión caracteriza la postmodernidad. La naturaleza es reconstruida por la mirada del hombre privilegiado, que divide y conforma con las unidades aisladas el paisaje imperante y su correspondiente ideología. Los pueblos, los caminos, las flores y los campos, la ciudadanía y también los monumentos, las manifestaciones, las vistas y, en definitiva, los paisajes que figuran en el ideario colectivo son algo más que objetos meramente difusos e inconexos. Son los frutos de una nueva visión, condicionada por la razón excluyente, la visión imperante que tiende a reducir la realidad a lo que ven unos pocos privilegiados.
Es en este contexto científico-ideológico en el que el sujeto aparece en movimiento, desplazándose, cambiando de posición. El movimiento acelerado es un hecho. Un sujeto que hasta la aparición de los medios de transporte era básicamente estático cambia su fisionomía visual desde la llegada del ferrocarril, el automóvil y el aeroplano.
El nuevo sujeto
El movimiento del sujeto que observa trae consigo un cambio en la mirada. La velocidad modifica la relación humanidad-paisaje, hasta tal punto que este cambio implica también una transformación en la forma de pensar y de situarnos en el mundo. La pretensión del individuo de conservar la autonomía y la peculiaridad de su existencia aislada choca frente a los cuidados sociales de una comunidad de cuidados.
El espacio y el tiempo se han comprimido, provocando un impacto inicialmente desorientador en las prácticas políticas y económicas, así como en las relaciones sociales. Vinculado al proyecto del ser humano, a su visión y mirada, al orden y al caos, el paisaje es hoy una imagen en cambio continuo que rompe las perspectivas. Nada queda salvo lo absoluto del yo, nuestra más aliada compañía.
El paisaje produce los significados, reconocimientos y valores actuales, gracias precisamente a las lentes ofrecidas por los medios de transporte. Es así como la percepción distraída del paisaje progresa a medida que se impone la movilidad acelerada de los cuerpos. El ferrocarril, el automóvil y el avión crean las condiciones psicológicas actuales, un nuevo tiempo de multiplicidades de la vida económica, profesional y social con repercusiones en los fundamentos sensoriales de la vida anímica y, por ende, una nueva ideología., un nuevo sujeto, un sujeto solitario, aislado. Estamos solos. Una profunda oposición de experiencias frente a la otrora vida estática y contemplativa, con aquel el ritmo de la vida que fluía más lenta, más habitual y tal vez más humana.
El sujeto postmoderno aprende a posicionarse de manera estratégica y en perspectiva para leer el territorio, el espacio que tiene delante, asignando la primacía absoluta a la visualización y a la verdad de sus revelaciones: solo es verdad aquello que yo veo. La deslocalización y el no-lugar se convierten en el nuevo modo de sentir, a velocidad cambiada. Son los paisajes postmodernos. Es el nuevo sujeto. Y su mirada. Una forma de mirar que quizá no crea la ideología por sí misma, pero mantiene una auténtica relación con ella. Incluso la mirada aparentemente no tendenciosa tiene una relación activa respecto a la ideología, influyendo en el modo de pensar y en el comportamiento.
Los medios de transporte focalizan el punto de mirada en el no-lugar transitorio. El elemento paisajístico, que hasta ahora centraba nuestra mirada en diferentes observaciones, vaga hoy a la deriva entre los no-lugares, y eso explica por ejemplo que necesitemos los selfis para sobrevivir en este contexto acelerado. La marea de sensaciones y expectativas justifica el ansia de fotografiar que nos invade ante un paisaje, como si tuviéramos la necesidad instintiva de paralizarlo, de fijarlo, de congelarnos ante esa visión, en un momento y en un lugar ideal. Clic. Aquí estoy yo, acompañado por mí mismo. La catedral de fondo.