(BILBAO). «A menudo la atribución de belleza o de fealdad se ha hecho atendiendo no a criterios estéticos, sino políticos y sociales», escribe Eco en la obra ya citada. Si realmente las fronteras de la belleza oscilan en función de la cultura, la época, la economía y la religión, cabría pensar que es cuestión de tiempo y que la fealdad pasada algún día será belleza futura. Si todo eso es cierto, la fealdad no se revelaría como una manifestación idéntica en todos los lugares y ni siquiera sería igual en todos los momentos. La fealdad sería diversa en función de las culturas, las personas y las experiencias personales. Todo eso suena consoladoramente cierto, hasta que el ayer y el mañana se descubren unidos por el mismo triángulo sistémico capitalismo-racismo-machismo. Mientras la historia siga repitiéndose como si de los círculos concéntricos de un muelle se tratara, la fealdad va a continuar anclada a los mismos rostros y en los mismos cuerpos. El eterno retorno de lo mismo (Friedrich Nietzsche) parece inevitable si la historia continúa contada por los mismos.

Llegados a este punto, se puede devolver la mirada al ámbito de la pura estética para tratar de agarrarse a algún síntoma de transformación. Porque allí se contempla que lo que durante mucho tiempo había sido mera privación de belleza se ganó su espacio a partir del romanticismo (hacia la primera mitad del siglo XIX) y su cruzada por resquebrajar el canon y mostrar otras perspectivas, exaltando las formas libres, el sentimiento y las pasiones sobre la razón. La fealdad resurgió en el arte para erigirse en elemento crítico de lucha frente al normativismo. No había vuelta atrás y, tras la muerte de Hegel en 1831, la fealdad se convirtió de forma paulatina en un problema decisivo.

La normalización de lo horrendo, de lo asqueroso y, en definitiva, de lo feo fue el resultado del proceso de reordenación del mundo que consumaron las vanguardias artísticas a principios del siglo XX. El expresionismo alemán utilizó la fealdad como denuncia social, mientras el surrealismo y el dadaísmo recurrieron a lo grotesco y monstruoso. La fealdad terminó siendo aceptada como modelo estético. Un triunfo que se reforzó en la era industrial y mercantil, por su inclinación hacia la utilidad y la funcionalidad por encima de la belleza. Bajo ese telón de fondo se expresa el arte contemporáneo, convencido de que allí donde antes no se había querido mirar también hay cosas que apreciar y que el inexplorado abanico de posibilidades es más amplio y genuino. Es la atracción del abismo, donde la fascinación queda atrapada por la imperfección. Hasta tal extremo, que lo feo ha adquirido hoy su aceptación universal en el ámbito estético. Es una calavera con diamantes. Es la fotografía de unas vísceras en primer plano.

A partir de aquí se abren numerosos interrogantes, empezando por discernir si la dimensión estética muestra el camino hacia la necesaria transformación humana. ¿Por qué el triunfo de lo feo artístico? Deslumbrar es la clave. Lo inimitable está en la exploración de la fealdad. En crear una copia sin par, pues la belleza es más fácil de imitar. Las identidades clásicas ya no venden, no son competitivas. Lo que comenzó siendo una fuerza aterradora emana hoy un gran poder de atracción y prestigio. Pero el feísmo deliberado, no espontáneo e incluso forzado, parece ocultar la penúltima victoria del capital, que ha decidido envasar la fealdad para comercializarla y hacer negocio con ella. Extrapolado a las luchas feministas, ¿qué será de la resistencia y la rebeldía de las feas? El ser y el no ser. Belleza y fealdad. El riesgo es existencial. Y no sería la primera vez que una lucha social acaba estampada en el dorso de miles de camisetas.

 

[Lee aquí artículo completo, publicado en Pikara Magazine]