(PHOENIX, ESTADOS UNIDOS). Desde el dolor, desde el corazón. Escribo desde la rabia más completa, la distancia infinita, la tristeza profunda, la indefensión de hombre mortal. Mi infancia son recuerdos de un anciano vestido de mi abuelo, y de unos chicles con pegatina por cada visita escondida en cualquier parte. Una botella de aceite sin estrenar, aquel tractor verde ahorcado en la despensa, la boina negra y la chupa de cuero, una bicicleta oxidada, tres veranos en el pueblo, todo lo que nos dieron y nos quitaron. Mi infancia son recuerdos de un anciano vestido de mi abuelo, que iba a misa de domingo y de fiestas de guardar. De un señor muy serio y muy formal, que organizaba partidas de cartas sólo para ganar. Ésta era la historia de un hombre vestido de mi abuelo que algunas tardes de domingo también animó a los de rojo y blanco. Después de toda una vida de fruncir el ceño, de juntar extranjeros, vascos y catalanes, luego volaste, alguien me contó. Todos los días comienzan cosas pero, tarde o temprano, todas acaban. El invierno va a durar muy poco: El tiempo no es una mentira inventada por los viejos.