Acabo de ver a mi abuela quitando los botones de una camisa de mi padre que vamos a tirar. En mi casa nunca se ha jugado al derroche, más bien lo contrario, pero el cuello de la camisa de cuadros está roto y pasado del uso y mi madre ya le ha dado la vuelta una vez… ¡vamos, que no da para más la hermosa prenda!

«¡Las camisas ya vienen con botones!», me acaba de decir mi abuela, queriendo corroborar que su tarea de desbotonar no tiene mucho sentido pero, aun así, la hace…

¿Tiene sentido? La pregunta no importa, sino la respuesta: es una actitud de vida. Esta pequeña conversación, de hace tres minutos, me dibujado una sonrisa en la cara y me ha recordado una pequeña reflexión que escribí hace un par de años para un curso online:

Los cubos
Cuando pienso en una sociedad ideal pienso en la vida de mis abuelos. Tomás y Teodora (o Tedora). Ahora ya sólo está ella y su vida actual, en piso y tras unas escaleras que le impiden salir, ha cambiado mucho aunque sigue llevando moño, de lo que alardea.

Mis abuelos son personas de campo, de un pueblecito extremeño, de esos que no salen en los titulares de los periódicos y no tienen muchos monumentos que mostrar. Su vida ha estado marcada por el trabajo rural, la sobrevivencia, eso que practicamos ahora de nuevo los y las jóvenes. Nada de salarios, ni sueldos, ni pagas extras, ni vacaciones, ni descansos… Pura economía de subsistencia. Un huerto, una era para cultivar garbanzos, algunas vacas (el dinero que entraba en el núcleo familiar era de la venta de algunos chotos), gallinas, el burro, dos cerdos (para tener carne para todo el año), algunos olivos…. Y poco más. Lo que se producía se consumía. Las compras eran pocas. Y lo que se tiraba aún menos.

Tengo una imagen nítida de la vida de mis abuelos (que en buena parte ha sido también mi vida). Una imagen que puede servir de paradoja o de ejemplo: los cubos. Sí, cubos. Había varios cubos en la cocina de mis abuelos, que se pueden equiparar a los actuales cubos de basura (orgánicos, plásticos, papel… ya sabéis). Se podría decir que aquellos eran de reciclaje. Nada iba a la basura. Estaba el cubo de las gallinas, el de los perros, el de los guarros, e incluso el del burro. Y si un día comían sardinas y no tenían gato, lo guardaban en una lata para el gato de la vecina. ¡Cómo odiaba yo recoger la mesa y fregar, porque tenía que estar tirando y separando cada cosa con cuidado! ¿Y el cubo de la basura tradicional? Se llenaba poco, apenas pasaba un camión una vez a la semana.

Ahora, llenamos cubos y cubos, desechamos más de lo que consumimos, todo tiene una vida muy corta (si es que alguna vez respiró). El no tirar no era un síndrome, sino un aprecio por lo que se tenía, por lo que costaba conseguirlo. Las cosas tenían otro valor. Tenían un valor. Y creo que los botones de la camisa de mi padre lo tienen. Porque las camisas ya vienen con botones.