(DAR ES SALAAM, TANZANIA). Si los turistas fueran como la merluza, podrían congelarse. Tanzania tendría entonces un millón de congelados al año, listos para servir en los platos más suculentos (y caros) de Ngorongoro, Serengueti, Kilimanjaro, Zanzíbar y compañía. Pero las cuentas no son tan sencillas. Yo no sé lo que deja de media cada turista, pero sí he visto lo que cuesta: en muchos casos, cien mil veces más de lo que paga. Me pregunto qué parte de los 700 euros que vale un safari y de los 900 euros que supone la ascensión al Kilimajaro llega al vendedor de la esquina de mi barrio, el de los menús diarios a un euro (bebida incluida). Argumentar que la intrahistoria nacional mejora gracias al turismo es como argüir que la mosca varada sobre el cuerno del buey es la principal responsable de que el campo quede bien arado. Tanzania enfrenta muchas amenazas, pero la que más temo es que en el futuro quede únicamente recluida a una guía de viajes, a una imagen de postal, a una oferta de verano. El cazador cazado. De congelador a congelado. Porque como pasa con los cantos rodados, lo malo de los turistas no es que lo sean, sino que no sepamos que lo son (ni cómo son).