(CALI, COLOMBIA). Todos los viajes empiezan siendo molestos. Quien visita el allende nunca es el mismo a las pocas horas de su llegada, pues en cualquier paseo a ninguna parte los mosquitos son los primeros en marcar: siempre son quienes reciben con mayor ahínco al extranjero. Desde mi primera noche Cali ha estado casada con los zancudos, esa especie de jueputa* que vuela, que sube y que baja, que zigzaguea, que incordia, que zumba y que trasnocha. Se hacen fuertes cuando todavía la noche no se separa del amanecer. Y se fingen los sordos frente a las soluciones comerciales anti-. Han convertido su presencia en un silencio como despedazado, violentando la nada con sus ronquidos aéreos. Si no hubiera mosquitos, no habría Cali. Es ley de vida pero también de muerte. Partir es siempre dejarse picar, aunque sea un poco. Acostarse y escuchar su atrevido allanamiento. Decir basta y encender la luz para no encontrar nada.

(*) Voz muy repetida en Colombia, como insulto pero también como interjección e incluso como expresión coloquial de compadreo.