(LIMA, PERÚ).

– Y vos, ¿de dónde sos, amigo? , me espetó un taxista de Lima al minuto de embarcarme en su auto.
-Mi hogar es el momento actual y nada más. Pero vengo de Burgos, al norte de España.
– ¿Se considera español?
– (En silencio, pensé: Me considero como Ulises, que cuando el cíclope le pregunta quién es, contesta: Yo soy nadie. Soy un hombre sin etiquetas. No tengo bandera, no tengo dueño, no tengo dios, no tengo fronteras. No tengo nada. Yo soy yo, pero tengo zapatos y mis zapatos se apoyan en la tierra. Yo soy de donde son mis zapatos. Tengo usos y costumbres, tengo una hermana y a mis padres, tengo amigos, tengo muchos sueños y mi equipaje en su maletero. Ésa es mi patria). Claro, por qué no, respondí buscando un hueco entre el ruido del motor.
– ¿Y cuál es el orgullo de ser español?
– Complicado. ¿Debería haber un orgullo?
– El castellano, sin duda. Usted y yo quizá no tengamos nada en común, pero nos entendemos. Eso no se compra y ustedes nos lo enseñaron.

Me gustan las personas que trabajan en algo más grande que ellas mismas. Los taxistas como Juancho que, humildes, sin saber de Ulises ni de sueños quebrados, saben de la vida. Personas que regalan lecciones en gestos cotidianos. Es mucho más importante mantener una opinión razonable sobre cosas útiles que saber con exactitud cosas inútiles. Lo dijo Isócrates, que tampoco era taxista.