(BURGOS). Agosto de 2016. 11h30 de la mañana. Entra en la cafetería de la esquina un hombre de unos 60 años. Gabardina oscura, pantalón gris, una bolsa de cuero negro raída por el paso de las circunstancias. Pide un vino. Y lo saborea paciente, de pie junto a la barra, concentrado en lo que es su único mundo, unos minutos estirados. Aunque estuviera cansado, el soñador sin barreras no tiene intención alguna de renunciar. Hasta que ya no queda vino en aquel mundo. Y entonces paga. Y entonces se va, echando antes un suspiro compasivo por quien le miraba sin acompañarle en su mejor momento. Tal vez del día, tal vez de la semana. Se evapora solo aquel hombre de unos 60 años, que no existió, tampoco sus sueños ni su mundo ni su suspiro, para los clientes del otro mundo. Regreso a Dussel. ¿Pero qué estamos haciendo?